domingo, 4 de julio de 2010

Cuentos de Millás

JUAN JOSÉ MILLÁS


Premio Planeta 2007




Mi pierna derecha
Mi padre estaba en el borde de la carretera, junto a su automóvil. Esperaba, con un bidón de plástico en la mano, que alguien lo recogiera. Yo iba en moto, con un casco que me ocultaba la cara. Me detuve junto a él sin identificarme.
—¿Te has quedado sin gasolina? —pregunté.—Sí —respondió.—Sube.
Mi padre subió a la moto sin haberme reconocido. Hacía cinco años que no nos veíamos, ni nos hablábamos. La última vez que nos habíamos dado un abrazo fue en el entierro de mi madre. Después, sin que hubiera sucedido nada entre nosotros, habíamos ido espaciando las llamadas telefónicas hasta que se cortó la comunicación.
Noté cómo agachaba la cabeza para protegerse del aire. Sin duda, reparó en el alza de mi zapato derecho, pues tengo esa pierna un poco más corta que la izquierda. Mi padre me había hablado muchas veces del disgusto que se habían llevado cuando, tras mi nacimiento, el médico les dio la noticia. Yo nunca lo he vivido como un drama, pero siempre me pareció que ellos se sentían culpables por aquellos centímetros de menos, o de más, según se mire: jamás conseguí averiguar cuál de las dos piernas consideraban defectuosa.
Conduzco con mucha agilidad, colándome entre los coches con movimientos que desde algún punto de vista podrían parecer imprudentes. Noté que mi padre, pese al pudor que le daba el contacto con otro hombre, se cogía a mi hombro con la mano izquierda mientras intentaba pegar a su muslo el bidón de plástico que llevaba en la derecha. Supe que no dejaba de mirar el alza del zapato. Sin duda, se habría preguntado por la posibilidad de que yo fuera su hijo. Quizá recordara la sucesión de médicos por los que había pasado, la cadena de radiografías, el rosario de soluciones, para llegar al fin a ese remedio sencillo, mecánico, de colocar un pequeño suplemento en el zapato de la pierna más corta. Entonces, ejerció sobre mi hombro una presión que podría interpretarse como una muestra de afecto a la que no respondí.
Al poco llegamos a la gasolinera, donde se bajó de la moto con el bidón de plástico en la mano. Le dije que no podía llevarlo de regreso hasta su coche y él respondió que no me preocupara, que ya encontraría a alguien. Noté que intentaba ver mi rostro a través de la visera ahumada de mi casco. Esa noche sonó el teléfono un par de veces en mi casa, pero colgaron cuando lo cogí.





Escribir a la contra
Cuando me pregunto si tuve buenos educadores, los imagino a ellos, a mis educadores, preguntándose si tuvieron buenos alumnos. En general, creo que fuimos muy malos los unos para los otros, pero ya no tiene remedio. Entre los que recuerdo, hay un profesor de literatura que nos mandaba hacer unas redacciones curiosísimas. Por ejemplo, si una película nos había gustado mucho, teníamos que decir lo contrario, pero argumentándolo de tal manera que ningún lector fuera capaz de descubrir si mentíamos o decíamos la verdad. Haciendo aquellas redacciones, me di cuenta de que muchas películas que creía que me habían gustado me parecían en realidad detestables. También aprendí que con un poco de talento y práctica se pueden defender las posturas más insostenibles. Todavía utilizo el método de aquel profesor, pues muchos de mis artículos están escritos directamente contra mí. Desconfío tanto de lo que pienso que sólo tengo la impresión de acertar cuando me contradigo.
Cierto día, aquel profesor nos mandó hacer una redacción sobre nuestros padres. Nos pidió que imaginá- 63 ramos que uno de los dos tenía que morir y nosotros debíamos decidir cuál. Durante el recreo, no se habló de otra cosa.
—Yo elegiría a mi padre —decía uno—, pero es el que trae un sueldo a casa.—No te preocupes —replicaba otro—, que tu madre cobrará la pensión.—¿Qué es la pensión? —preguntaba el de más allá.
Yo no sabía a cuál de los dos liquidar. Fantaseé con ambas posibilidades y elegí la que me producía más culpa, pues ya era un experto, o eso creía, en escribir en contra de mis intereses. Maté a mi padre, pues, y obtuve una nota de 9, la más alta de las conseguidas en toda mi vida. Gracias a ella, no suspendí por primera vez en todo el curso la literatura de ese mes. Mi padre me felicitó y me dio un beso. Me parecieron la felicitación y el beso de un condenado a muerte.
Arrastré esa culpa durante años, hasta que el azar y los síntomas me llevaron al diván del psicoanalista y averigüé que todo niño desea matar a su padre para poseer en exclusiva a su madre. Hice, pues, lo correcto y así me lo explicó mi psicoanalista, sugiriendo que no debía culparme por ello. De lo que me culpo ahora es de haber hecho lo previsible. No dejo de preguntarme si, en el caso de haber acabado con mamá, me habrían dado un 10, incluso una matrícula de honor.







Intransigencia horaria
Tuve una novia que detestaba la puntualidad porque le parecía un vicio pequeñoburgués. Por aquella época yo llegaba siempre media hora antes a las citas, no por afán reaccionario, sino por problemas mentales. Creía que si me retrasaba sucedería una catástrofe. Además, la ventaja de llegar dos o tres horas antes al aeropuerto es que si se te ha olvidado el pasaporte puedes volver a casa a por él sin perder el vuelo.
Mi novia no comprendía estas explicaciones y reprochaba con amargura mi aburguesamiento progresivo en unos años en los que la clase media estaba muy mal vista entre la clase media. Le expliqué entonces que siempre llegaba antes de tiempo a las citas para echar un vistazo desde lejos a la esquina en la que había quedado y comprobar que no había movimientos raros en la zona. Había leído muchas novelas de John Le Carré y los espías siempre tomaban esa elemental medida de precaución.
—No querrás que un día averigüen dónde hemosquedado y me detengan.—Pero tú no eres espía —contestaba ella.—Nunca se sabe —respondía yo enigmáticamente.
La ventaja de los espías es que pueden desarrollar toda clase de patologías obsesivas sin llamar la atención. Un agente como Dios manda está obligado, por ejemplo, a dejar cogido un palillo de dientes en la puerta al salir de casa para detectar si alguien entra durante la ausencia. A falta de palillo se puede colocar también un poco de cinta adhesiva en un rincón del quicio. Y aun con todas las precauciones, hay que llevar cuidado con lo que luego se habla en el cuarto de estar, porque pueden haber colocado micrófonos del tamaño de la cabeza de un alfiler en cualquier parte. Antes de iniciar una conversación comprometida, pues, conviene asomarse a la ventana y asegurarse de que no hay en la calle ninguna furgoneta con antenas parabólicas en el techo. Todas las cautelas son pocas.
Una vez acudí a un psiquiatra para curarme de estas irregularidades, que me quitaban mucho tiempo y demasiadas energías. Cuando le conté todo, afirmó que, efectivamente, necesitaba tratamiento. Pero lo dijo de un modo que no me gustó, así que al hacerme la ficha y preguntarme la profesión dije que era espía.
—Entonces usted hace lo que debe. Necesitaría tratamientosi no tomara ninguna precaución.—Eso es lo que yo le digo a mi novia.—¿Pero sabe ella que usted es espía?—Por supuesto que no. ¿Se cree que soy un agenteloco que va contando a todo el mundo que estoy al serviciode la Unión Soviética?
Por entonces existía la Unión Soviética y Madrid estaba lleno de partidos comunistas y partidos de los trabajadores y banderas rojas y chinos y prochinos y procubanos, además de los tradicionales fascistas y de las Jons. La vida era muy difícil, y no estaba al alcance de cualquiera prescindir de estos ritos obsesivos aun a costa de parecer un contrarrevolucionario, o un pequeñoburgués.
El caso es que mi manía por llegar pronto y la pasión de mi novia por llegar tarde enturbiaban mucho nuestras relaciones. Entonces yo, en un rapto de generosidad, sólo por complacerla, juré que llegaría tarde a todas las citas, por lo menos a todas las citas que tuviera con ella. De este modo, las aguas volvieron a su cauce, al cauce de mi novia quiero decir, dejando el mío completamente seco.
Durante las semanas siguientes cumplí mi promesa en dos o tres ocasiones, pero sufría tanto con la superstición de que el mundo se iba a acabar debido a mi tardanza, que en seguida comencé a presentarme a la hora de siempre, ocultándome en los alrededores, para aparecer con cara de recién llegado después de que ella llevara unos minutos esperando. Un día estaba escondido en un portal, controlando la zona del encuentro, y la vi llegar diez minutos antes de la hora. Entonces salí de mi escondite y cuando la llamé pequeñoburguesa me aseguró que había llegado pronto para cerciorarse de que yo llegaba tarde. Ese mismo día rompimos, por razones ideológicas según ella, aunque yo siempre pensé que era por diferencias psiquiátricas.
El otro día la vi por la calle, con un niño pequeño de la mano, y tuve la tentación de acercarme para pedirle perdón por aquella intransigencia horaria de mi juventud, pero comprendí en seguida que era demasiado tarde, al menos para mí. Para ella, seguramente, sería demasiado pronto.





Mañana moriré
No sé en qué momento de la jornada me di cuenta de que, aunque para los demás era miércoles, para mí era jueves, pero me había ocurrido otras veces y no le concedí importancia alguna. Hay semanas que uno quiere acortar y lo soluciona suprimiéndoles un día. El problema surgió el sábado. Los sábados, mi mujer y yo solemos ir al cine y a cenar. A veces llamamos a un matrimonio amigo y vamos juntos. Por la mañana sugerí a mi esposa que telefoneara a los Gutiérrez, para salir esa tarde. Ella me contestó que era viernes. No dije nada, pero me quedé desconcertado. Trabajo en casa, hago programas informáticos y tengo poca relación con el mundo exterior, por lo que tiendo a desconfiar de mis percepciones. De modo que antes de que mi mujer se fuera a su trabajo (es jefa del departamento de divisas de un banco) bajé a comprar el periódico y comprobé en su cabecera que era sábado.
—Mira el periódico —dije abandonándolo sobre la mesa de la cocina, donde ella estaba desayunando.—¿Qué tengo que mirar?—El día que es.—Viernes quince de octubre.
Me acerqué, miré la fecha por encima de su hombro y vi que tenía razón. Pero cuando se marchó, al volver a mirarlo, vi que ponía sábado 16 de octubre. Comprendí que cuando el periódico lo leía ella era viernes y cuando lo leía yo era sábado. En otras palabras, por alguna razón inexplicable yo vivía con un día de adelanto sobre el resto de la humanidad. Hice, naturalmente, unas cuantas comprobaciones más, pero todas arrojaron el mismo resultado. Esa noche, durante la cena, se lo conté a mi mujer.
—¿Sabes que vivo con un día de adelanto sobre el resto de la gente?
Me miró con expresión interrogativa y se lo expliqué con todo detalle. Cuando terminé, se echó a reír y comprendí que se lo había tomado a broma. No insistí. A mí mismo me parecía lo suficientemente increíble como para hacerme dudar de mis sentidos.
Durante los siguientes días, continué haciendo comprobaciones y me di cuenta con espanto de que era verdad. Yo conocía las noticias con un día de antelación, lo que, aunque en principio parecía una ventaja, era un horror. Vi en el periódico un martes (un martes mío) la esquela de mi madre, que para el resto de la familia continuaba viva. Vi la noticia de un incendio y de un terremoto antes de que se produjeran. Visité a mi hijo en el hospital por un accidente que había tenido con el coche antes de que para los demás se hubiera estrellado. También veía cosas buenas, pero no las podía compartir con nadie. Así, cuando nuestra hija, que estudió medicina, obtuvo la plaza en un hospital prestigioso, tuve que aguantarme las ganas de llamar a toda la familia para pregonarlo.
Empecé a beber. Un día, estaba en un bar, yo solo, apurando una copa, cuando se sentó a mi lado una mujer solitaria. Trabamos conversación y al poco le confesé mi problema. Me dijo que a ella le pasaba algo parecido, pues vivía con dos días de antelación en vez de uno. Era miércoles para mí (martes para el resto de la humanidad) y jueves para ella.
—Entonces, ¿este encuentro entre tú y yo se está produciendo hoy o mañana?—Hoy para ti. Para mí ocurrió ayer y para el resto de la humanidad aún no ha sucedido. —Ya que estás en mañana, dime qué va a ocurrir hoy.—Hoy va a ocurrir que tú y yo nos vamos a ir a la cama —dijo—, vivo aquí al lado, pero te va a dar un infarto cuando comiences a desnudarte y yo te voy a colocar en el ascensor, donde te encontrarán muerto mañana por la mañana. En realidad, ya te han encontrado. Ha venido la policía y nos ha preguntado a todos los vecinos si te conocíamos. Todo el mundo ha dicho que no.—Nos tenemos que ir ya, pues —pronuncié con la resignación y la entereza que me proporcionaba el alcohol.—Sí —dijo ella—, es la hora.
Salimos del local y nos dirigimos a su piso, que estaba en el edificio de la esquina. Al comenzar a desnudarme sentí un dolor fuerte en el hombro que en seguida se desplazó al pecho. La mujer, al darse cuenta de lo que ocurría, me puso la chaqueta y me ayudó a salir al ascensor, donde me dejó tirado. Un instante antes de morir recuperé la percepción normal del tiempo y aunque me morí en el miércoles continué vivo en el martes. Fui a casa, me encerré en mi cuarto y me puse a escribir este texto. Mañana moriré. No se culpe a nadie de lo ocurrido.


ACTIVIDADES

1. Los temas que plantea el autor son de reflexión. ¿Qué pensamientos te generaron cada uno de ellos?

2. Elige el que te haya parecido más singular. Luego, argumenta los motivos de tu elección.

3. ¿Te parece un autor interesante? o ¿cómo lo calificarías?

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