miércoles, 8 de julio de 2009

POESÍA MASCULINA HISPANOAMERICANA I


TÁCTICA Y ESTRATEGIA
(Mario Benedetti. Uruguay)

Mi táctica es
mirarte
aprender como sos
quererte como sos

mi táctica es
hablarte
y escucharte
construir con palabras
un puente indestructible

mi táctica es
quedarme en tu recuerdo
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
pero quedarme en vos

mi táctica es
ser franco
y saber que sos franca
y que no nos vendamos
simulacros
para que entre los dos
no haya telón
ni abismos

mi estrategia es
en cambio
más profunda y más
simple
mi estrategia es
que un día cualquiera
no sé cómo ni sé
con qué pretexto
por fin me necesites.




DECIR : HACER

(Octavio Paz. Mexicano)


Entre lo que veo y digo,

Entre lo que digo y callo,

Entre lo que callo y sueño,

Entre lo que sueño y olvido

La poesía.

Se desliza entre el sí y el no:

dice

lo que callo,

calla

lo que digo,

sueña

lo que olvido.

No es un decir:

es un hacer.

Es un hacer

que es un decir.

La poesía

se dice y se oye:

es real.

Y apenas digo

es real,

se disipa.

¿Así es más real?

Idea palpable,

palabra

impalpable:

la poesía

va y viene

entre lo que es

y lo que no es.
Teje reflejos
y los desteje.

La poesía

siembra ojos en las páginas

siembra palabras en los ojos.

Los ojos hablan

las palabras miran,

las miradas piensan.

Oír

los pensamientos,

ver

lo que decimos

tocar

el cuerpo

de la idea.

Los ojos

se cierran

Las palabras se abren.







¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

(Ernesto Cardenal. Nicaragua)


Dios mío Dios mío ¿por qué me has abandonado?

Soy una caricatura de hombre

el desprecio del pueblo

Se burlan de mí en todos los periódicos

Me rodean los tanques blindados

estoy apuntado por las ametralladoras

y cercado de alambradas

las alambradas electrizadas

Todo el día me pasan lista

Me tatuaron un número

Me han fotografiado entre las alambradas

y se pueden contar como en una radiografía todos mis huesos

Me han quitado toda identificación

Me han llevado desnudo a la cámara de gas

y se repartieron mis ropas y mis zapatos

Grito pidiendo morfina y nadie me oye

grito con la camisa de fuerza

grito toda la noche en el asilo de enfermos mentales

en la sala de enfermos incurables

en el ala de enfermos contagiosos

en el asilo de ancianos

agonizo bañado de sudor en la clínica del psiquiatra

me ahogo en la cámara de oxígeno

lloro en la estación de policía

en el patio del presidio

en la cámara de torturas

en el orfelinato

estoy contaminado de radioactividad

y nadie se me acerca para no contagiarse

Pero yo podré hablar de ti a mis hermanos

Te ensalzaré en la reunión de nuestro pueblo

Resonarán mis himnos en medio de un gran pueblo

Los pobres tendrán un banquete

Nuestro pueblo celebrará una gran fiesta

El pueblo nuevo que va a nacer.










TENGO

(Nicolás Guillén. Cubano)

Cuando me veo y toco

yo, Juan sin Nada no más ayer,

y hoy Juan con Todo,

y hoy con todo,

vuelvo los ojos, miro,

me veo y toco

y me pregunto cómo ha podido ser.


Tengo, vamos a ver,

tengo el gusto de andar por mi país,

dueño de cuanto hay en él,

mirando bien de cerca lo que antes

no tuve ni podía tener.


Zafra puedo decir,

monte puedo decir,

ciudad puedo decir,

ejército decir,

ya míos para siempre y tuyos, nuestros,

y un ancho resplandor

de rayo, estrella, flor.


Tengo, vamos a ver,

tengo el gusto de ir

yo, campesino, obrero, gente simple,

tengo el gusto de ir

¡es un ejemplo!

a un banco y hablar con el administrador,

no en inglés,

no en señor,

sino decirle compañero como se dice en español.


Tengo, vamos a ver,

que siendo un negro

nadie me puede detener

a la puerta de un dancing o de un bar.

O bien en la carpeta de un hotel

gritarme que no hay pieza,

una mínima pieza y no una pieza colosal,

una pequeña pieza donde yo pueda descansar.


Tengo, vamos a ver,

que no hay guardia rural

que me agarre y me encierre en un cuartel,

ni me arranque y me arroje de mi tierra

al medio del camino real.


Tengo que como tengo la tierra tengo el mar,

no country,

no jailáif,

no tennis y no yatch,

sino de playa en playa y ola en ola,

gigante azul abierto democrático:

en fin, el mar.


Tengo, vamos a ver,

que ya aprendí a leer,

a contar,

tengo que ya aprendí a escribir

y a pensar

y a reír.


Tengo que ya tengo

donde trabajar

y ganar

lo que me tengo que comer.


Tengo, vamos a ver,

tengo lo que tenía que tener.







POEMA XX

(Pablo Neruda. Chile)


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.


Escribir, por ejemplo: "La noche está estrellada,

y tiritan, azules, los astros, a lo lejos."


El viento de la noche gira en el cielo y canta.


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Yo la quise, y a veces ella también me quiso.


En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.

La besé tantas veces bajo el cielo infinito.


Ella me quiso, a veces yo también la quería.

¡Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos!


Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.


Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.

Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.


¡Qué importa que mi amor no pudiera guardarla!

La noche está estrellada y ella no está conmigo.


Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.

Mi alma no se contenta con haberla perdido.


Como para acercarla mi mirada la busca.

Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.


La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.

Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.


Yo no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise...

Mi voz buscaba al viento para tocar su oído.


De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.

Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.


Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.

Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.


Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,

mi alma no se contenta con haberla perdido.


Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,

y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.






Texto de Lovecraft

LA BESTIA DE LA CUEVA
H.P. Lovecraft
La horrible conclusión que se había ido abriendo camino en mi espíritu de manera gradual era ahora una terrible certeza. Estaba perdido por completo, perdido sin esperanza en el amplio y laberíntico recinto de la caverna de Mamut. Dirigiese a donde dirigiese mi esforzada vista, no podía encontrar ningún objeto que me sirviese de punto de referencia para alcanzar el camino de salida. No podía mi razón albergar la más ligera esperanza de volver jamás a contemplar la bendita luz del día, ni de pasear por los valles y las colinas agradables del hermoso mundo exterior. La esperanza se había desvanecido. A pesar de todo, educado como estaba por una vida entera de estudios filosóficos, obtuve una satisfacción no pequeña de mi conducta desapasionada; porque, aunque había leído con frecuencia sobre el salvaje frenesí en el que caían las víctimas de situaciones similares, no experimenté nada de esto, sino que permanecí tranquilo tan pronto como comprendí que estaba perdido.
Tampoco me hizo perder ni por un momento la compostura la idea de que era probable que hubiese vagado hasta más allá de los límites en los que se me buscaría. Si había de morir -reflexioné-, aquella caverna terrible pero majestuosa sería un sepulcro mejor que el que pudiera ofrecerme cualquier cementerio; había en esta concepción una dosis mayor de tranquilidad que de desesperación.
Mi destino final sería perecer de hambre, estaba seguro de ello. Sabía que algunos se habían vuelto locos en circunstancias como esta, pero no acabaría yo así. Yo solo era el causante de mi desgracia: me había separado del grupo de visitantes sin que el guía lo advirtiera; y, después de vagar durante una hora aproximadamente por las galerías prohibidas de la caverna, me encontré incapaz de volver atrás por los mismos vericuetos tortuosos que había seguido desde que abandoné a mis compañeros.
Mi antorcha comenzaba a expirar, pronto estaría envuelto en la negrura total y casi palpable de las entrañas de la tierra. Mientras me encontraba bajo la luz poco firme y evanescente, medité sobre las circunstancias exactas en las que se produciría mi próximo fin. Recordé los relatos que había escuchado sobre la colonia de tuberculosos que establecieron su residencia en estas grutas titánicas, por ver de encontrar la salud en el aire sano, al parecer, del mundo subterráneo, cuya temperatura era uniforme, para su atmósfera e impregnado su ámbito de una apacible quietud; en vez de la salud, habían encontrado una muerte extraña y horrible. Yo había visto las tristes ruinas de sus viviendas defectuosamente construidas, al pasar junto a ellas con el grupo; y me había preguntado qué clase de influencia ejercía sobre alguien tan sano y vigoroso como yo una estancia prolongada en esta caverna inmensa y silenciosa. Y ahora, me dije con lóbrego humor, había llegado mi oportunidad de comprobarlo; si es que la necesidad de alimentos no apresuraba con demasiada rapidez mi salida de este mundo.
Resolví no dejar piedra sin remover, ni desdeñar ningún medio posible de escape, en tanto que se desvanecían en la oscuridad los últimos rayos espasmódicos de mi antorcha; de modo que -apelando a toda la fuerza de mis pulmones- proferí una serie de gritos fuertes, con la esperanza de que mi clamor atrajese la atención del guía. Sin embargo, pensé mientras gritaba que mis llamadas no tenían objeto y que mi voz -aunque magnificada y reflejada por los innumerables muros del negro laberinto que me rodeaba- no alcanzaría más oídos que los míos propios.
Al mismo tiempo, sin embargo, mi atención quedó fijada con un sobresalto al imaginar que escuchaba el suave ruido de pasos aproximándose sobre el rocoso pavimento de la caverna.
¿Estaba a punto de recuperar tan pronto la libertad? ¿Habrían sido entonces vanas todas mis horribles aprensiones? ¿Se habría dado cuenta el guía de mi ausencia no autorizada del grupo y seguiría mi rastro por el laberinto de piedra caliza? Alentado por estas preguntas jubilosas que afloraban en mi imaginación, me hallaba dispuesto a renovar mis gritos con objeto de ser descubierto lo antes posible, cuando, en un instante, mi deleite se convirtió en horror a medida que escuchaba: mi oído, que siempre había sido agudo, y que estaba ahora mucho más agudizado por el completo silencio de la caverna, trajo a mi confusa mente la noción temible e inesperada de que tales pasos no eran los que correspondían a ningún ser humano mortal. Los pasos del guía, que llevaba botas, hubieran sonado en la quietud ultraterrena de aquella región subterránea como una serie de golpes agudos e incisivos. Estos impactos, sin embargo, eran blandos y cautelosos, como producidos por las garras de un felino. Además, al escuchar con atención me pareció distinguir las pisadas de cuatro patas, en lugar de dos pies.
Quedé entonces convencido de que mis gritos habían despertado y atraído a alguna bestia feroz, quizás a un puma que se hubiera extraviado accidentalmente en el interior de la caverna. Consideré que era posible que el Todopoderoso hubiese elegido para mí una muerte más rápida y piadosa que la que me sobrevendría por hambre; sin embargo, el instinto de conservación, que nunca duerme del todo, se agitó en mi seno; y aunque el escapar del peligro que se aproximaba no serviría sino para preservarme para un fin más duro y prolongado, determiné a pesar de todo vender mi vida lo más cara posible. Por muy extraño que pueda parecer, no podía mi mente atribuir al visitante intenciones que no fueran hostiles. Por consiguiente, me quedé muy quieto, con la esperanza de que la bestia -al no escuchar ningún sonido que le sirviera de guía- perdiese el rumbo, como me había sucedido a mí, y pasase de largo a mi lado. Pero no estaba destinada esta esperanza a realizarse: los extraños pasos avanzaban sin titubear, era evidente que el animal sentía mi olor, que sin duda podía seguirse desde una gran distancia en una atmósfera como la caverna, libre por completo de otros efluvios que pudieran distraerlo.
Me di cuenta, por tanto, de que debía estar armado para defenderme de un misterioso e invisible ataque en la oscuridad y tanteé a mi alrededor en busca de los mayores entre los fragmentos de roca que estaban esparcidos por todas partes en el suelo de la caverna, y tomando uno en cada mano para su uso inmediato, esperé con resignación el resultado inevitable. Mientras tanto, las horrendas pisadas de las zarpas se aproximaban. En verdad, era extraña en exceso la conducta de aquella criatura. La mayor parte del tiempo, las pisadas parecían ser las de un cuadrúpedo que caminase con una singular falta de concordancia entre las patas anteriores y posteriores, pero -a intervalos breves y frecuentes- me parecía que tan solo dos patas realizaban el proceso de locomoción. Me preguntaba cuál sería la especie de animal que iba a enfrentarse conmigo; debía tratarse, pensé, de alguna bestia desafortunada que había pagado la curiosidad que la llevó a investigar una de las entradas de la temible gruta con un confinamiento de por vida en sus recintos interminables. Sin duda le servirían de alimento los peces ciegos, murciélagos y ratas de la caverna, así como alguno de los peces que son arrastrados a su interior cada crecida del Río Verde, que comunica de cierta manera oculta con las aguas subterráneas. Ocupé mi terrible vigilia con grotescas conjeturas sobre las alteraciones que podría haber producido la vida en la caverna sobre la estructura física del animal; recordaba la terrible apariencia que atribuía la tradición local a los tuberculosos que allí murieron tras una larga residencia en las profundidades. Entonces recordé con sobresalto que, aunque llegase a abatir a mi antagonista, nunca contemplaría su forma, ya que mi antorcha se había extinguido hacía tiempo y yo estaba por completo desprovisto de fósforos. La tensión de mi mente se hizo entonces tremenda. Mi fantasía dislocada hizo surgir formas terribles y terroríficas de la siniestra oscuridad que me rodeaba y que parecía verdaderamente apretarse en torno de mi cuerpo. Parecía yo a punto de dejar escapar un agudo grito, pero, aunque hubiese sido lo bastante irresponsable para hacer tal cosa, a duras penas habría respondido mi voz. Estaba petrificado, enraizado al lugar en donde me encontraba. Dudaba que pudiera mi mano derecha lanzar el proyectil a la cosa que se acercaba, cuando llegase el momento crucial. Ahora el decidido “pat, pat” de las pisadas estaba casi al alcance de la mano; luego, muy cerca. Podía escuchar la trabajosa respiración del animal y, aunque estaba paralizado por el terror, comprendí que debía de haber recorrido una distancia considerable y que estaba correspondientemente fatigado. De pronto se rompió el hechizo; mi mano, que mi sentido del oído -siempre digno de confianza- lanzó con todas sus fuerzas la piedra afilada hacia el punto en la oscuridad de donde procedía la fuerte respiración, y puedo informar con alegría que casi alcanzó su objetivo: escuché cómo la cosa saltaba y volvía a caer a cierta distancia; allí pareció detenerse.
Después de reajustar la puntería, descargué el segundo proyectil, con mayor efectividad esta vez; escuché caer la criatura, vencida por completo, y permaneció yaciente e inmóvil. Casi agobiado por el alivio que me invadió, me apoyé en la pared. La respiración de la bestia se seguía oyendo, en forma de jadeantes y pesadas inhalaciones y exhalaciones; deduje de ello que no había hecho más que herirla. Y entonces perdí todo deseo de examinarla. Al fin, un miedo supersticioso, irracional, se había manifestado en mi cerebro, y no me acerqué al cuerpo ni continué arrojándole piedras para completar la extinción de su vida. En lugar de esto, corrí a toda velocidad en lo que era -tan aproximadamente como pude juzgarlo en mi condición de frenesí- la dirección por la que había llegado hasta allí. De pronto escuché un sonido, o más bien una sucesión regular de sonidos. Al momento siguiente se habían convertido en una serie de agudos chasquidos metálicos. Esta vez no había duda: era el guía. Entonces grité, aullé, reí incluso de alegría al contemplar en el techo abovedado el débil fulgor que sabía era la luz reflejada de una antorcha que se acercaba. Corrí al encuentro del resplandor y, antes de que pudiese comprender por completo lo que había ocurrido, estaba postrado a los pies del guía y besaba sus botas mientras balbuceaba -a despecho de la orgullosa reserva que es habitual en mí- explicaciones sin sentido, como un idiota. Contaba con frenesí mi terrible historia; y, al mismo tiempo, abrumaba a quien me escuchaba con protestas de gratitud. Volví por último a algo parecido a mi estado normal de conciencia. El guía había advertido mi ausencia al regresar el grupo a la entrada de la caverna y -guiado por su propio sentido intuitivo de la orientación- se había dedicado a explorar a conciencia los pasadizos laterales que se extendían más allá del lugar en el que había hablado conmigo por última vez; y localizó mi posición tras una búsqueda de más de tres horas.
Después de que hubo relatado esto, yo, envalentonado por su antorcha y por su compañía, empecé a reflexionar sobre la extraña bestia a la que había herido a poca distancia de allí, en la oscuridad, y sugerí que averiguásemos, con la ayuda de la antorcha, qué clase de criatura había sido mi víctima. Por consiguiente volví sobre mis pasos, hasta el escenario de la terrible experiencia. Pronto descubrimos en el suelo un objeto blanco, más blanco incluso que la reluciente piedra caliza. Nos acercamos con cautela y dejamos escapar una simultánea exclamación de asombro. Porque éste era el más extraño de todos los monstruos extranaturales que cada uno de nosotros dos hubiera contemplado en la vida. Resultó tratarse de un mono antropoide de grandes proporciones, escapado quizás de algún zoológico ambulante: su pelaje era blanco como la nieve, cosa que sin duda se debía a la calcinadora acción de una larga permanencia en el interior de los negros confines de las cavernas; y era también sorprendentemente escaso, y estaba ausente en casi todo el cuerpo, salvo de la cabeza; era allí abundante y tan largo que caía en profusión sobre los hombros. Tenía la cara vuelta del lado opuesto a donde estábamos, y la criatura yacía casi directamente sobre ella. La inclinación de los miembros era singular, aunque explicaba la alternancia en su uso que yo había advertido antes, por lo que la bestia avanzaba a veces a cuatro patas, y otras en sólo dos. De las puntas de sus dedos se extendían uñas largas, como de rata. Los pies no eran prensiles, hecho que atribuí a la larga residencia en la caverna que, como ya he dicho antes, parecía también la causa evidente de su blancura total y casi ultraterrena, tan característica de toda su anatomía. Parecía carecer de cola.
La respiración se había debilitado mucho, y el guía sacó su pistola con la clara intención de despachar a la criatura, cuando de súbito un sonido que ésta emitió hizo que el arma se le cayera de las manos sin ser usada. Resulta difícil describir la naturaleza de tal sonido. No tenía el tono normal de cualquier especie conocida de simios, y me pregunté si su cualidad extranatural no sería resultado de un silencio completo y continuado por largo tiempo, roto por la sensación de llegada de luz, que la bestia no debía de haber visto desde que entró por vez primera en la caverna. El sonido, que intentaré describir como una especie de parloteo en tono profundo, continuó débilmente.
Al mismo tiempo, un fugaz espasmo de energía pareció conmover el cuerpo del animal. Las garras hicieron un movimiento convulsivo, y los miembros se contrajeron. Con una convulsión del cuerpo rodó sobre sí mismo, de modo que la cara quedó vuelta hacia nosotros. Quedé por un momento tan petrificado de espanto por los ojos de esta manera revelados que no me apercibí de nada más. Eran negros aquellos ojos; de una negrura profunda en horrible contraste con la piel y el cabello de nívea blancura. Como los de las otras especies cavernícolas, estaban profundamente hundidos en sus órbitas y por completo desprovistos de iris. Cuando miré con mayor atención, vi que estaban enclavados en un rostro menos prognático que el de los monos corrientes, e infinitamente menos velludo. La nariz era prominente. Mientras contemplábamos la enigmática visión que se representaba a nuestros ojos, los gruesos labios se abrieron y varios sonidos emanaron de ellos, tras lo cual la cosa se sumió en el descanso de la muerte.
El guía se aferró a la manga de mi chaqueta y tembló con tal violencia que la luz se estremeció convulsivamente, proyectando en la pared fantasmagóricas sombras en movimiento.
Yo no me moví; me había quedado rígido, con los ojos llenos de horror, fijos en el suelo delante de mí. El miedo me abandonó, y en su lugar se sucedieron los sentimientos de asombro, compasión y respeto; los sonidos que murmuró la criatura abatida que yacía entre las rocas calizas nos revelaron la tremenda verdad: la criatura que yo había matado, la extraña bestia de la cueva maldita, era -o había sido alguna vez- ¡¡¡UN HOMBRE!!!

jueves, 2 de abril de 2009

EL REGIONALISMO HISPANOAMERICANO

CUENTO DEL HERRERO



Ricardo Guiraldes










Como habíamos hecho el fogón cerca de un tronco de tala caído, tuvimos donde sentarnos, y ya nos decíamos que la vida de resero, con todo, tiene sus partes buenas como cualquiera. Creo que la afición de mi padrino a la soledad debía influir en mí; la cosa es que, rememorando episodios de mi andar, esas perdidas libertades en la pampa me parecían lo mejor. No importaba que el pensamiento lo tuviera medio dolorido, empapado de pesimismo, como queda empapada de sangre la matra que ha chupado el dolor de una matadura.
De grande y tranquilo que era el campo, algo nos regalaba de su grandeza y su indiferencia. Asamos la carne y la comimos sin hablar. Pusimos sobre las brasas la pavita y cebé unos amargos. Don Segundo me dijo, con su voz pausada y como distraída:
-Te vi'a a contar un cuento, para que se lo repitás a algún amigo cuando éste ande en la mala.
Cebé con más lentitud. Mi padrino comenzó el relato:
«Esto era en tiempo de Nuestro Señor Jesucristo y sus Apóstoles.»
Quedé un rato a la espera. Don Segundo nos dejaba caer, así, en un reino de ficción. Íbamos a vivir en el hilo de un relato. Saldríamos de una parte a otra. ¿De dónde y para dónde?
«Nuestro Señor, que asigún dicen jué el creador de la bondá, sabía andar de pueblo en pueblo y de rancho en rancho, por Tierra Santa, enseñando el Evangelio y curando con palabras. En estos viajes, lo llevaba de asistente a San Pedro, al que lo quería muy mucho, por creyente y servicial.
»Cuentan que en uno de esos viajes, que por demás veces eran duros como los del resero, como jueran por llegar a un pueblo, a la mula en que iba Nuestro Señor se le perdió una herradura y dentró a manquiar.
»-Fijate -le dijo Nuestro Señor a San Pedro- si no ves una herrería, que ya estamos dentrando al poblao.
»San Pedro, que iba mirando con atención, divisó un rancho viejo de paredes raídas, que tenía encima un letrero que decía: "Errería". Sobre el pucho, se lo contó al Maistro y pararon delante del corralón.
»-¡Ave María! -gritaron-. Y junto con un cuzquito ladrador, salió un anciano harapiento que los convidó a pasar.
»-Güenas tardes -dijo Nuestro Señor-. ¿Podrías herrar mi mula que ha perdido la herradura de una mano?
»-Apiensén y pasen adelante -contestó el viejo-. Voy a ver si puedo servirlos.
»Cuando, ya en la pieza, se acomodaron sobre unas sillas de patas quebradas y torcidas, Nuestro Señor le preguntó al herrero:
»-¿Y cuál es tu nombre?
»-Me llaman Miseria -respondió el viejo, y se jue a buscar lo necesario pa servir a los forasteros.
»Con mucha paciencia anduvo este servidor de Dios, olfateando en sus cajones y sus bolsas, sin hallar nada. Acobardao iba a golverse pa pedir disculpa a los que estaban esperando, cuando regolviendo con la bota un montón de basuras y desperdicios, vido una argolla de plata, grandota.
»-¿Qué hacéh'aquí vos? -le dijo, y recogiéndola se jué pa donde estaba la fragua, prendió el juego, reditió la argolla, hizo a martillo una herradura y se la puso a la mulita de Nuestro Señor. ¡Viejo sagás y ladino!
»-¿Cuánto te debemos, güen hombre? -preguntó Nuestro Señor.
»Miseria lo miró bien de arriba abajo y, cuando concluyó de filiarlo, le dijo:
»-Por lo que veo, ustedes son tan pobres como yo. ¿Qué diantres les vi'a cobrar? Vayan en paz por el mundo, que algún día tal vez Dios me lo tenga en cuenta.
»-Así sea -dijo Nuestro Señor y, después de haberse despedido, montaron los forasteros en sus mulas y salieron al sobrepaso.



»Cuando ya iban retiraditos, le dice a Jesús este San Pedro, que debía ser medio lerdo:
»-Verdá, Señor, que somos desagradecidos. Este pobre hombre nos ha herrao la mula con una herradura de plata, no noh'a cobrao nada por más que es repobre, y nosotros nos vamos sin darle siquiera una prenda de amistá.
»-Decís bien -contestó Nuestro Señor-. Volvamos hasta su casa pa concederle tres Gracias, que él elegirá a su gusto.
»Cuando Miseria los vido llegar de güelta, creyó que se les había desprendido otra herradura y los hizo pasar como endenantes. Nuestro Señor le dijo a qué venían y el hombre lo miró de soslayo, medio con ganitas de reírse, medio con ganitas de disparar.
»-Pensá bien -dijo Nuestro Señor- antes de hacer tu pedido.
»San Pedro que se había acomodado detrás de Miseria, le sopló:
»-Pedí el Paraíso.
»-Cayate viejo -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
»-Quiero que el que se siente en mi silla, no se pueda levantar della sin mi permiso.
»-Concedido -dijo Nuestro Señor-. ¿A ver la segunda Gracia? Pensala con cuidao.
»-Pedí el Paraíso -golvió a soplarle de atrás San Pedro.
»-Cayate viejo metido -le contestó por lo bajo Miseria, pa después decirle a Nuestro Señor:
»-Quiero que el que suba a mis nogales, no se pueda bajar de ellos sin mi permiso.
»-Concedido -dijo Nuestro Señor-. Y aura, la tercera y última Gracia. No te apurés.
»-¡Pedí el Paraíso, porfiao! -le sopló de atrás San Pedro.
»-¿Te quedrás callar viejo idiota? -le contestó Miseria enojao, pa después decirle a Nuestro Señor:
»-Quiero que el que se meta en mi tabaquera, no pueda salir sin mi permiso.
»-Concedido -dijo Nuestro Señor y, después de despedirse, se jué.
»Ni bien Miseria quedó solo, comenzó a cavilar y, poco a poco, jué dentrándole rabia de no haber sabido sacar más ventaja de las tres Gracias concedidas.
»-También, seré sonso -gritó, tirando contra el suelo el chambergo-. Lo que es, si aurita mesmo se presentara el demonio, le daría mi alma con tal de pedirle veinte años de vida y plata a discreción.
»En ese mesmo momento, se presentó a la puerta'el rancho un caballero que le dijo:
»-Si querés, Miseria, yo te puedo presentar un contrato, dándote lo que pedís-. Y ya sacó un rollo de papel con escrituras y numeritos, lo más bien acondicionado, que traiba en el bolsillo. Y allí las leyeron juntos a las letras y, estando conformes en el trato, firmaron los dos con mucho pulso, arriba de un sello que traiba el rollo.»
-¡Reventó la yegua el lazo! -comenté.
-Aura verás, dejate estar callao para aprender como sigue el cuento.
Miramos alrededor la noche como para no perder contacto con nuestra existencia actual, y mi padrino prosiguió:
«-Ni bien el Diablo se jué y Miseria quedó solo, tantió la bolsa de oro que le había dejado el viejo Mandinga, se miró en el bañadero de los patos, donde vido que estaba mozo, y se jué al pueblo pa comprar ropa, pidió pieza en la fonda como señor, y durmió esa noche contento.
»-¡Amigo! Había que ver cómo cambió la vida d'este hombre. Terció con príncipes y gobernadores y alcaldes, jugaba como nenguno en las carreras, viajó por todo el mundo, tuvo trato con hijas de reyes y marqueses...
»Pero, bien dicen que pronto se pasan los años cuando se emplean de este modo, de suerte que se cumplió el año vegísimo y en un momento casual en que Miseria había venido a rairse de su rancho, se presentó el Diablo con el nombre del caballero Lilí, como vez pasada, y peló el contrato pa esigir que se le pagara lo convenido.
»Miseria, que era hombre honrao, aunque medio tristón le dijo a Lilí que lo esperara, que iba a lavarse y ponerse güena ropa pa presentarse al Infierno, como era debido. Así lo hizo, pensando que al fin todo lazo se corta y que su felicidá se había terminao.
»Al golver lo halló a Lilí sentao en su silla aguardando, con paciencia.
»-Ya estoy acomodao -le dijo- ¿vamos yendo?
»-¡Cómo hemos de irnos -contestó Lilí- si estoy pegao en esta silla como por un encanto!
»Miseria se acordó de las virtudes que le había concedido el hombre'e la mula y le dentró una risa tremenda.
»-¡Enderezate, pues, maula, si sos diablo! -le dijo a Lilí.
»Al ñudo éste hizo bellaquear la silla. No pudo alzarse ni un chiquito y sudaba, mirándolo a Miseria.
»-Entonces -le dijo el que jué herrero- si querés dirte, firmame otros veinte años de vida y plata a discreción.
»El demonio hizo lo que le pedía Miseria, y éste le dio permiso pa que se juera.
»Otra vez el viejo, remozado y platudo, se golvió a correr el mundo: terció con príncipes y manates, gastó plata como naides, tuvo trato con hijas de reyes y de comerciantes juertes...
»Pero los años, pa'l que se divierte, juyen pronto, de suerte que, cumplido el vegísimo, Miseria quiso dar fin cabal a su palabra y rumbió al pago de su herrería.
»A todo esto Lilí, que era medio lenguarás y alcahuete, había contao en los infiernos el encanto'e la silla.
»-Hay que andar con ojo alerta -había dicho Lucifer-. Ese viejo está protegido y es ladino. Dos serán los que lo vayan a buscar al fin del trato.
»Por esto jué que al apiarse en el rancho, Miseria vido que lo estaban esperando dos hombres, y uno de ellos era Lilí.
»Pasen adelante; sientensén -les dijo- mientras yo me lavo y me visto pa dentrar en el Infierno, como es debido.
»-Yo no me siento -dijo Lilí.
»-Como quieran. Pueden pasar al patio y bajar unas nueces, que seguramente son las mejores que habrán comido en su vida'e diablos.
»Lilí no quiso saber nada; pero, cuando se hallaron solos, su compañero le dijo que iba a dar una güelta por debajo de los nogales, a ver si podía recoger del suelo alguna nues caída y probarla. Al rato no más golvió, diciendo que ya había hallao una yuntita y que en comiéndolas, naide podía negar que jueran las más ricas del mundo.
»Juntos se jueron p'adentro y comenzaron a buscar sin hallar nada.
















EL PARÉNTESIS
Rómulo Gallegos






En la casa todo estaba en olor de santidad. Vieja casa solariega de una familia cuya propiedad fuera tradicional, allí, con la vetustez no remozada y la huella de almas que conservaban algunas viviendas que tenían historias piadosas, compadecíanse muy bien esa atmósfera de sacristía que trasciende a incienso, a pezgua y a olor de viajeras y de óleos.


En las habitaciones que no ocupaban la familia campaban una porción de cachivaches sagrados: doseles raídos, candelabros inútiles, tabernáculos desvencijados que mostraban la vil madera a través de la carroña del sobredorado antiguo, una infinidad de bártulos de sacristía dados de baja en el templo parroquial. En el extremo de uno de los corredores había un oratorio en donde se guardaba, desde tiempo inmemorial, uno de los "Pasos de la Semana Santa" acerca del cual corría entre el beaterío de la parroquia una leyenda milagrera, y constantemente entraban en aquella casa sacristanes y monagos que iban por brasas para el incensario o por albas y sobrepellices que se lavaban en una especie de santificado lavadero y que luego se oreaban en una cuerda que tenía este privilegio.


Carmen Rosa hacía este oficio y lo hacía con una pulcritud devota. En el resto del día refugiábase en su dormitorio, austero como una celda monjil, limpio, claro y lleno del silencio de aquella casa donde vivía con su madre y su hermano, y allí poníase a recamar interminables vestiduras para las imágenes de la parroquia y casullas y dalmáticas para uso del párroco.


Todo esto enfurecía al hermano incrédulo. A veces le daban ganas de romper violentamente con toda consideración. Pero no hacía sino enfurecerse, gritar, amenazar.


La madre, que hasta la salvación de su alma desistiera, si en trance de ello la pusieran, por complacer a su hijo, amedrentada con aquellas bravatas, temerosa de que la ira le hiciese daño, empezaba a suplicarle:


-¡Hijo! ¡Por Dios! No te molestes así. Haz lo que quieras. Di tú lo que debe hacerse.Y luego a Carmen Rosa:


-Ya lo estás viendo, hija. ¡Y todo porquee te encuentras bordando esa casulla!Carmen Rosa, invariablemente, abandonaba la labor sin responder palabra.Cierta vez, a raíz de una de una de estas escenas se presentó Clarita Estévez. Era ésta una mujeruca insignificante, de piel rosaducha y fina como la de un recién nacido, cabellos descoloridos como hoja de plata que no recibe sol, ojos bailoteantes, agudo mentón, dientes cariados y espalda jibosa. Estaba plantada en el linde de la juventud más hacia el lado de la vejez y gastaba la vida terrenal en amontonar merecimientos para la de ultratumba, que ya tenía por segura, pues era proveedora del aceite de las lámparas del Santísimo, esclava de la Virgen, sierva de San José, y hermana de leche de un diácono que estaba por ordenarse. Representaba un papel ambiguo cerca de Carmen Rosa, quien la llamaba su amiga de prueba, queriendo así significar que no le profesaba amistad, pero que soportaba la suya como una de esas cosas desagradables con que acostumbra el buen Dios probar a sus criaturas elegidas.


Sin embargo, aquel día Carmen Rosa no estaba para merecimientos y la recibió de mal humor.


Clarita comenzó a farfullar su habitual andanada de palabras:


-Chica, vengo a buscarte para que vayamos a la iglesia y regañes al sacristán. Se roba el aceite de la Majestad.


Carmen Rosa no pudo contenerse:


-Pues no vengas nunca a buscarme para esas cosas.


-Y dejamos que el sacristán se robe el aceite impúdicamente.


-Inpunemente querrás decir. Pues que se lo robe, que se lo coja como te lo coges tú para alumbrar los santos de tu casa.


La beatuca, sorprendida más que ofendida, pues nunca había visto enojada a Carmen Rosa, empezó a hacer visajes y a balbucir:


-¡Chica!... ¿Yo?... ¡Cómo me dices eso...!!


-Ya te digo: que no se te ocurra más venirr a contarme lo que pasa en la sacristía. Ya me tienes hasta la coronilla.


Clarita detuvo un momento sobre la amiga el absurdo bailoteo de sus ojos y salió ahogándose de ira.


Cuando Carmen Rosa se halló otra vez sola, se sorprendió de lo que había hecho. Sin duda aquel estallido de cólera se venía preparando en su ánimo desde mucho tiempo. Era la reacción inopinada y violenta de una voluntad apática que había sufrido varias presiones, sin protestar, pero cargándose de rebeldía para dejarla escapar de un golpe.


Desde algún tiempo venía advirtiendo que su confesor redoblaba para con ella su celo de director espiritual, y tenía condescendencias respetuosas para sus pecadillos, como si le reconociera una grandeza de alma que supliera por las pequeñas flaquezas, llegando a veces hasta la adulación, aun a riesgo de envanecerla de su piedad. Al principio no se dio perfecta cuenta del hecho, pero cierto era que había caído en el halago de aquello que había venido a convertir la confesión en un flirt raro y grato, donde su mística, pero siempre femenil coquetería, se holgaba sobradamente. Poco después el confesor había empezado la idea de coronar con una acción de mayor merecimiento ante los ojos de Dios la devota vida que hacía en su casa. Un día en la sobremesa -pues el Cura de la parroquia comía una vez a la semana en casa de la familia -dijo, como idea cogida al vuelo y sin intención remota:


-No extrañaría que Carmen Rosa la diera, eel día menos pensado, por meterse a fundadora de una orden religiosa. Seguramente escogería un nombre poético: ¡María de la Luz!


-Pero ¿de dónde saca usted eso? -replicó Carmen Rosa ruborizándose-. Sería una extravagancia.


-A los grandes imaginativos no los seduce sino lo que se sale de lo ordinario. Mientras más fantástico, mejor. Imagínese: fundadora de una orden nueva. Ya me parece estar viéndolo: Cuando Sor María de la Luz...Cambió Carmen Rosa la conversación, temerosa del ceño que ponía su hermano, pero ya la idea insidiosa había encontrado asidero propicio en su espíritu. Muy lejos estaba todavía de ser un propósito definido; sólo era una grata ensoñación a la cual se entregaba en esos estados de abandono mental en las cuales la fantasía enreda los más caprichosos motivos; cuando más, vago anhelo, como de cosa imposible; pero allí estaba la idea aquella, como levadura en masa fácil de fermentar, turbándole el sueño, empujándola a todo rincón de sombra y silencio... ¡Teresa de Jesús! Nunca se le había ocurrido que ella pudiese servir para aquello... Pero... Puesto que el padre lo decía... ¿Quién sabe...? ¡Cuando Sor maría de la Luz...!


Y era tan pertinaz la dulce violencia de esta obsesión, que a poco andar Carmen Rosa no tuvo vida sino para consumirla en la lumbre voraz de su deseo.La madre y hermano diéronse cuenta de la situación y le declararon una guerra abierta y sin tregua; pero ni amenazas del uno, ni súplicas ni lloriqueos de la otra, lograron más sino afirmarla en su terco y escondido empeño.


¿De dónde salía ahora, a raíz del disgusto que por causa de su hermano acababa de tener, aquel impulso de rebeldía que la hizo ser injusto y brutal con Clarita?


...




Era así la vida en aquella casa, cuando una mañana, de improviso, entró la alegría.


Pablo Lagañez, un pariente lejano a quien la familia no conocía y que se había educado en el Norte desde niño, había llegado a Caracas por aquellos días. Era un joven moreno, vigoroso, casi hercúleo y tenía un carácter franco, expansivo y bullicioso.


Desde el primer momento Carmen Rosa experimentó viva simpatía hacia aquel joven que tanto elogiara su hermano. Por otra parte, ella encontró otras excelencias: Pablo Lagañez tenía un corazón sensible, jugoso de ternura.


Una mañana llegó clamoroso, con una niñita en los brazos, rubia y linda como una muñeca.


-¡Prima! ¡Prima! Mira lo que te traigo. La había encontrado al pasar, jugando en la plazoleta de la iglesia cercana. Y sin cuidarse del rubor que hacía estallar en las mejías de Carmen Rosa, le dijo maliciosamente:


-Es necesario, prima, que en este patio haya pronto una criaturita tan mona como esta...El intruso alegró la vida de Carmen Rosa. Una alegría fugaz, pero dulcísima, metiósele alma adentro, como una lumbrada de sol en rincón obscuro y frío, desentumeciendo alborozos y ansias juveniles que se precipitaron ávidamente en aquel rayo cálido, que fue veloz y certero hasta lo hondo del corazón aterido por los grandes hielos del divino amor.


Asimismo, el sol verdadero creó el blancucho color de su faz en los paseos que Pablo Lagañez inventó para ella en los claros días de mayo. Ora en las mañanas en los campos cercanos, ora en las tardes por las barriadas capitalinas; o entre días por los pueblecitos próximos, aquellas jubilosas excursiones, donde su hermano hacía de Cicerone y que para ella eran tan inusitadas como para Pablo Lagañez, fueron un brusco paréntesis de vida casera y una vacación espiritual deliciosa. Corrientes y frescas aguas, cálidos aires y tibias sombras, el caliente olor del paisaje y la lumbrada azul de los cielos, el olor agreste y los campesinos rumores todo aquello, contemplado y sentido otras veces como recóndita invitación al arrobamiento místico, era entonces nuevo y sabroso. Adobábalo Pablo Lagañez con su charla amable y alegre y gustábalo ella con fruición golosa, un poco turbada por aquel violento cambio de vida, por aquella repentina sumersión en el mundo, precisamente cuando acariciaba la idea de renunciar a él para siempre. A veces su hermano y Pablo se engolfaban en una conversación seria sobre motivos de orden práctico o trascendental y a ella entonces le tocaba callar. Ella en medio de los dos, silenciosa y sin pensamientos suyos, sólo cruzando por su mente las ideas que ellos expresaban, experimentaba bienestar inefable, hondo y calmoso.


Pero eran los más dulces y turbadores momentos aquellos de la jornada. En el vagón del tren o del tranvía donde regresaban de la diaria excursión, fatigados ellos del mucho hablar, cansada ella de la larga caminata, quedábase a menudo en silencio y entonces Pablo Lagañez la miraba largamente, con una sonrisa tan afable, con una mirada tan honda y luminosa y preguntábale luego: ¿Estás cansada? con un tono de protección ¡tan insinuante!, de ternura varonil ¡tan subyugador!, que ella se sentía conmovida hasta lo más profundo de su ser, y experimentaba un mimoso deseo de perpetuar aquellas puras caricias con que, así, tan deliciosamente, un alma fuerte y alegre iba sorbiéndose la de ella tan necesitada del rescoldo de amor.


A veces Pablo le preguntaba en un improntus de su humor expansivo:


-Prima, ¿no tienes novio?Turbábase ella y respondía:


-¿Quién va a enamorarse de mí?


-¡Dianche! Cualquiera que tenga ojos y corazón. Hay que buscar uno. A ti te está haciendo falta un novio.


Y soltábale una risotada clamorosa al verla sonrojarse.


Un día, recorriendo el jardín del corral, le preguntó:


-¿No tienes orquídeas? Pues voy a buscárttelas. Son preciosas: llenaremos el corral. Verás que bosque fantástico voy a formarte.


Y como lo prometió lo cumplió. Compró muchas y encargó a las vendedoras que le llevasen cuantas tuvieran. Pocos días después el corral de Carmen Rosa estaba poblado de cepas de orquídeas que florecían profusamente, adheridas a los troncos de los árboles o dentro de rústicas cestas que el mismo Pablo construyó en sabrosa y fraternal colaboración con la muchacha.


-Ah, prima. Ya tenemos de que vivir -decííale elogiando la obra-. Ponemos una fábrica de cestos para matas y te aseguro que no nos moriremos de hambre.


Esta chancera previsión de un porvenir común, de una vida compartida entre los dos, encendía fugaces sonrojos en las mejillas de Carmen Rosa y la llenaba el corazón de una dulce zozobra.Pero Pablo Lagañez debía desaparecer como había aparecido: de pronto, intempestivamente. Un día llegó diciendo:


-Parientes, vengo a despedirme de ustedes.. Salgo para el Yuruary, como ingeniero de una compañía que se ha formado, para emprender la explotación científica, en grande, de una vasta región cauchera.


Era el primer dinero que le producía su profesión y esto le llenaba de desbordada alegría infantil. Habló de su porvenir con optimismo entusiasta y luego salió, tan clamorosamente como llegara la primera vez, gritando, ya en la puerta:


-¡Adiós! ¡Hacia el porvenir! ¡Hacia la vida!Carmen Rosa y la madre, que habían ido a despedirlo hasta la puerta, volvieron maquinalmente en el recibimiento del corredor. Las últimas palabras del ingeniero habían dejado en sus oídos esa intranquilizadora sensación de súbito silencio. Permanecieron un rato sin hablarse. Carmen Rosa con los ojos bajos, plegando y desplegando alforzas en la tela de su falda como un símbolo de aquel juego del destino con la vida; la madre con el mentón en el hueco de la mano, pestañeando repetidas veces. Luego la hija se levantó de su asiento y se fue, a lo largo del corredor, a su rincón de bordar: la madre la siguió con las miradas y murmuró, moviendo la cabeza:


-¡No estaba de Dios!...Meses después recibían cartas de Pablo. Dábales noticia del fracaso de su empresa y de su internación en el Brasil, en busca de campo más propicio a sus ambiciones.


Al final de la carta dedicaba un largo párrafo a Carmen Rosa, recomendábale el cuidado de las orquídeas y recordándole lo que tanto le había dicho, a propósito del novio que debía procurarse.


Después no se supo nada de él. ¿Sería el amor lo que había pasado? Carmen Rosa volvió a sus labores y a sus pensamientos piadosos, que recuperaron todo su corazón con una violencia desesperada. Al año siguiente, por mayo, cuando florecieron las orquídeas, se nombró en la casa a Pablo Lagañez: luego murieron las flores y nadie volvió a nombrarlo.

Entre tanto, la voz insinuante volvía a decir:


-Cuando Sor María de la Luz...


ACTIVIDAD
(Imprime los relatos y pégalos en tu cuaderno de anotaciones)

1. Según las características que tiene el REGIONALISMO ¿Cuáles percibes en este par de cuentos?

2. Relacione el rlato de Guiraldes con la religión; establece tres coincidencias entre el texto y la religión cristiana como la conocemos.

3. ¿Cómo se puede justificar el desaliento que siente Carmen Rosa por el amor?

4. ¿Qué opinión te despierta la actitud de pablo Lagañez?

5. En cada relato ¿Cómo se resalta el tema del campo, respectivamente?

martes, 31 de marzo de 2009

EL ROMANTICISMO (EN LENGUA EXTRANJERA)



TEXTO 1
LA DESPEDIDA

(Friedrich Hölderlin. Alemania)


¿Queríamos separarnos? ¿Era lo justo y lo sabio?

¿Por qué nos asustaría la decisión como si fuéramos

a cometer un

crimen?

¡Ah! poco nos conocemos,

pues un dios manda en nosotros.


¿Traicionar a ese dios? ¿Al que primero nos

infundió

el sentido y nos infundió la vida, al animador,

al genio tutelar de nuestro amor?

Eso, eso yo no lo hubiera permitido.


Pero el mundo se inventa otra carencia,

otro deber de honor, otro derecho, y la

costumbre

nos va gastando el alma

día tras día disimuladamente.


Bien sabía yo que como el miedo monstruoso y

arraigado

separa a los dioses y a los hombres,

el corazón de los amantes, para expiarlo,

debe ofrendar su sangre y perecer.


¡Déjame callar! Y desde ahora, nunca me obligues

a contemplar

este suplicio, así podré marchar en paz

hacia la soledad,

¡y que este adiós aún nos penenezca!


Ofréceme tú misma el cáliz, beba yo tanto

del sagrado filtro, tanto contigo de la poción letea,

que lo olvidemos todo

amor y odio!


Yo partiré. ¡Tal vez dentro de mucho tiempo

vuelva a verte, Diotima! Pero el deseo ya se habrá desangrado

entonces, y apacibles

como bienaventurados


nos pasearemos, forasteros, el uno cerca al otro conversando,

divagando, soñando, hasta que este mismo paraje del

adiós

rescate nuestras almas del olvido

y dé calor a nuestro corazón.


Entonces volveré a mirarte sorprendido,

escuchando

como otrora

el dulce canto, las voces, los acordes del laúd,

y más allá del arroyo la azucena dorada

exhalará hacia nosotros su fragancia.


Versión de Helena Araújo


Texto 2: fragmento de LOS MISERABLES (Víctor Hugo. Francia).

Para lectura, haga click en



ACTIVIDAD

Texto de Holderlin LA DESPEDIDA

1. ¿Qué lamentos más notorios muestra el poeta?

2. ¿Qué va imaginando (visiones a futuro) va teniendo el poeta? ¿Son positivas o negativas?

3. Extrae dos metáforas, un hipérbaton y otro hipérbaton que halles en el texto.


Texto de Víctor Hugo LOS MISERABLES

4. ¿Juan Valjean, a qué tipo de clase social pertenece? ¿Qué detalles se proporcionan?

5. ¿Qué crees que siginifica "una pinta de leche"? Explica tu respuesta.

6. ¿Qué motivó a Valjean a robar el pan? Narra brevemente la menra de cómo se dio tal acto.

7. Y siguiendo la lógica del autor ¿Qué habría pasado en el alma de Valjean?


8. Haga un dibujo ilustrativo de lo leído.